Salud

La teoría matemática más eficaz para entender por qué dormimos

Hace dos siglos, una familia veneciana sufre una enfermedad muy extraña por la cual algunos de sus miembros no pueden conciliar el sueño, abocándoles a la muerte. Se trata del Insomnio Familiar Fatal (FFI, por sus siglas en inglés), el cual provoca que, cuando un sujeto llega a la mediana edad, va perdiendo progresivamente la capacidad de dormir. En pleno siglo XXI, todavía hay gente que padece esta patología tan extraña de la que aún no se ha encontrado cura y que, a juzgar por su carácter hereditario, han resultado ser parte de los descendientes de aquella familia italiana que documentó este problema de salud.

Así lo cuenta el periodista DT Max, colaborador de la revista ‘The New Yorker’ en su libro ‘La familia que no podía dormir’ (Libros del KO, 2018), donde repasa casos reales de personas y familias aquejadas por esta enfermedad fatal que actualmente afecta a una de cada 30 millones de personas en el mundo. ¿Cuál es la causa? Ni un virus ni una bacteria, sino una mutación genética provocada por un prión (una proteína mal plegada del material genético) en el gen D178N, la cual impide conciliar el sueño al sujeto, induciéndole en un duermevela continuo del que es imposible desquitarse.

«La ausencia total de sueño es más fatal para los animales que la ausencia total de comida»

La descripción de esta enfermedad nos asoma a un miedo real que no solo nos quitaría el sueño, sino también la vida: el hecho de que nuestros episodios esporádicos de insomnio se cronifiquen hasta el punto de no poder volver a dormir. Obviamente, esto podría ocurrir solamente si tuviéramos un antepasado con el FFI (en España, los únicos casos documentados se concentran en País Vasco). Lo que en las ficciones de terror podría significar nuestra salvación de algún que otro ser diabólico (hola Freddy Krueger), en la realidad acabaría provocándonos una muerte lenta y dolorosa.

Un experimento revolucionario (y algo cruel)

No dormir mata; de hecho, mucho más que privarse de otras necesidades biológicas como la nutrición. En 1894, una mujer llamada María Mannasseina realizó un experimento terrible que sobrepasa los códigos de la ética científica. Ella fue una de las primeras mujeres del Imperio Ruso que logró graduarse en una época en la que estaba vetado que una mujer como ella llegara a estudiar. Y, sin embargo, sus hallazgos suponen a día de hoy, la constatación más palmaria de la importancia que tiene el sueño en nuestra salud, además de que marca el nacimiento de una disciplina que está muy en auge hoy en día: la ciencia del sueño, o lo que algunos llaman somnología.

E. Z.

Obsesionada como estaba por los procesos biológicos y cerebrales que se desatan cuando estamos dormidos, Mannaseina decidió dividir a un conjunto de cachorros en dos grupos: en uno de ellos reunió a varios que habían pasado el total de su vida estando bien alimentados y cuidados por sus madres para someterles a una privación radical de alimento. En otro grupo aparte, juntó a otros cachorros a los que no les dejó dormir. ¿Qué sucedió? Aquellos que dejaron de ser alimentados pudieron recuperar su buena salud en un plazo de 20 a 25 días, mientras que a los que se les privó de descanso fallecieron en solo cuatro o seis días. La conclusión de la médica rusa fue clara y aún resuena con fuerza en la medicina del presente: «La ausencia total de sueño es más fatal para los animales que la ausencia total de comida».

Confusión, irritabilidad, pérdida de memoria, alucinaciones, depresión o demencia. Estos son algunos de los síntomas que alguien podría experimentar en caso de no poder conciliar el sueño durante un período prolongado, pero además de eso también se ha descubierto en estudios posteriores a los de Mannaseina que el insomnio crónico y generalizado acaba ocasionando graves daños en el tejido cerebral, como por ejemplo hemorragias locales o degeneración de los ganglios cerebrales. De ahí que sufrir períodos recurrentes de insomnio (aunque no sean tan graves o consecutivos) disminuya las probabilidades de disfrutar de una vida longeva.

«Es edificante darse cuenta de que el sistema metabólico que nos sostiene también degrada continuamente nuestro cuerpo»

«De media, una persona que duerme menos de seis horas cada noche tiene un 13% más de riesgo de mortalidad que alguien que duerme entre siete y nueve horas», asegura Van Savage profesor de biología evolutiva y biomatemáticas en la Universidad de California, en un reciente artículo publicado en ‘Aeon‘ que recoge y repasa los hallazgos científicos más importantes relacionados con el requisito indispensable que tenemos los seres humanos si queremos sobrevivir: poder dormir. «En los últimos años, la investigación neurobiológica ha revelado muchos de los mecanismos subyacentes implicados en el sueño, identificando hormonas, células y enzimas, cuyos niveles de actividad y expresión varían durante el sueño», informa. Pero, como él mismo admite, todavía no se ha podido resolver la pregunta capital que sigue resultando un misterio para la biología y la medicina: por qué necesitamos dormir y por qué nuestras necesidades de sueño varían con el tiempo.

Reparar y reorganizar

A simple vista, entendiendo el cuerpo humano desde una perspectiva mecanicista, es evidente que necesitamos descansar por la noche (o por el día si somos más noctámbulos) para recuperar la energía que gastamos en la vigilia. Nuestro cuerpo, evidentemente, se desgasta por la actividad frenética a la que le sometemos, y nada cura más que una noche reparadora de sueño largo y profundo después de una dura jornada o varios días en los que te has sentido muy cansado física o mentalmente. Pero, a decir verdad, la diferencia en la tasa metabólica de cuando estamos despiertos a cuando estamos dormidos tampoco es tan notable: «reducimos nuestra tasa en un 15%, es decir, alrededor de 100 calorías menos, lo que vendría ser equivalente a una rebanada de pan con mantequilla», explica Savage.

«El daño que el sueño ayuda a reparar lo causa tanto el flujo sanguíneo como las fuerzas bioquímicas que son necesarias para sobrevivir»

Entonces, la respuesta está, según el médico experto, en que no dormimos para descansar, sino para frenar o ralentizar el desgaste típico y constante que nos produce estar vivos. Al fin y al cabo, todo nuestro ser se compone de células organizadas en redes que realizan funciones metabólicas para mantenernos con vida. «Y así como la fricción de los automóviles y camiones en las carreteras o el movimiento del agua en las tuberías provocan daños que necesitan de un mantenimiento, lo mismo ocurre con la sangre, las células y la energía que fluye a través de nuestro organismo», comprende Savage. «Es edificante darse cuenta de que los mismos sistemas que nos sostienen también degradan continuamente nuestros cuerpos, por lo que el daño que el sueño ayuda a reparar es resultado tanto del flujo sanguíneo como de las fuerzas bioquímicas». Una condición vital que bien podría resumirse en la siguiente paradoja: «nada mata más que estar vivo» o más resumido aún, «vivir mata».

Por tanto, sí, el sueño sirve para reparar nuestros cuerpos o para realizar una especie de «funciones de mantenimiento» a nuestras células y redes orgánicas. Pero también desempeña una labor fundamental en lo más inmaterial de nuestro organismo: las conexiones neuronales que rigen desde las respuestas involuntarias de nuestro cuerpo hasta el raciocinio más elemental que nos da pie para pensar, reflexionar y estudiar sobre teorías, idas y sistemas complejos de pensamiento. Al dormir, el cerebro realiza una poda de sinapsis poco utilizadas, o bien las reorganiza y descarta para dar lugar a nuevas conexiones neuronales. Si no pudiéramos dormir, tal vez nos costaría mucho recordar cosas que han pasado o las asociaciones de ideas que ya hemos entendido e internalizado. De ahí que si estamos preparándonos para un examen sea tan importante descansar bien la noche anterior, pues todo lo que hemos estudiado y que puede que no recordemos en un momento determinado permanece en nuestra memoria aunque ahora no lo encontremos y lo tengamos, como se dice coloquialmente, «en la punta de la lengua».

El Confidencial

En este sentido, Savage comprende que la razón última por la que necesitamos dormir se puede sintetizar en dos funciones: reparación biológica y reorganización cerebral. Ambas están relacionadas con el metabolismo, ya que la energía metabólica alimenta tanto la gestión de las conexiones neuronales como frena el desgaste que en sí mismo es causado por este proceso de producción de energía celular. «En consecuencia, debe existir un tiempo para estar inactivos», sintetiza el experto. «Después de todo, sería imprudente y hasta peligroso reparar un coche mientras lo conduces».

La teoría de Savage

Ahora bien, ¿cómo se relacionan estas dos funciones si tenemos en cuenta que no necesitamos dormir una misma cantidad de horas en distintas etapas de nuestra vida? Un bebé duerme una media de 16 horas al día, casi tres veces más de tiempo que muchos adultos en el mundo desarrollado. Por ello, la capacidad de reparación de nuestro organismo al dormir será diferente según el tamaño de ese mismo organismo. De ahí que un elefante, que es diez veces más grande que una ardilla, tenga una vida diez veces más larga y un crecimiento diez veces más lento, por lo que su proceso metabólico redundará en un menor desgaste a su organismo que viene a suplir el sueño. «Cuanto más grande es el mamífero, más lento es su ritmo de vida: los tiempos se alargan y los ritmos se vuelven más lentos cuanto más grande es su tamaño corporal», asevera Savage.

«El aumento de la masa cerebral nada más nacemos es exponencial: puede llegar a ser hasta cuatro veces más grande en un corto período de tiempo»

Lo más curioso es que los organismos más grandes, como el elefante, suelen dormir mucho menos que los más pequeños, como las ardillas, debido a que el metabolismo del primero va más lento y el del segundo mucho más rápido, por lo que producirá un mayor desgaste que debe contrarrestar con más horas de sueño. «Aunque la tasa metabólica de todo el cuerpo aumenta con el tamaño de un animal, lo hace tal forma que la tasa metabólica por gramo de tejido disminuye en relación al tamaño del cuerpo», recalca el experto. «Por tanto, cuanto más grande es un animal, menos daño sufre en un volumen determinado de células, por lo que requiere menos energía y, en consecuencia, menos tiempo de sueño para realizar la reparación». De ahí también que los adultos, con un cuerpo más grande, necesiten pasar dormidos menos tiempos que los bebés.

Agencias

En cuanto a la reorganización cerebal que se lleva a cabo mientras dormimos, Savage añade que esta es la razón más evidente para explicar por qué necesitamos dormir tanto de niños. Básicamente, cuando apenas tenemos unos pocos años de edad y nuestro cuerpo crece, también lo hace nuestro cerebro. Este aumento de la masa cerebral que se empieza a dar nada más nacemos es exponencial: puede llegar a ser hasta cuatro veces más grande en un corto período de tiempo, lo que requiere una enorme cantidad de actividad cerebral y por tanto sinapsis neuronales.

Los dos años y medio

Según el científico, hay un momento repentino y trascendental en el que se produce este crecimiento inusual y, después de analizar una enorme cantidad de datos y ecuaciones algorítmicas, él y su equipo establecieron que el mayor salto de tamaño de nuestro cerebro se produce a los 2,5 años de edad. Se trata de un instante muy preciso de nuestra vida en el que más necesitamos dormir, pues nuestra mente da un salto de gigante, su tasa metabólica aumenta y es cuando más conexiones neuronales se producen.

«Antes de los dos años y medio de edad, nuestros cerebros son más fluidos y plásticos, lo que nos permite aprender y adaptarnos rápidamente como el agua que fluye a través de los obstáculos», concluye Savage. No en vano a esta edad ya hemos aprendido una de las tareas más increíbles que realizamos el resto de nuestra vida sin pestañear y que nos diferencia del resto de nuestra especie, los primates y los homínidos: estar erguidos y caminar. «Después de los dos años y medio nuestros cerebros son más transparentes e inmóviles: todavía son capaces de aprender y adaptarse pero lo hacen a un ritmo más lento, deslizándose como un glaciar en mitad de un paisaje».

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